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Reflexión número 1: ¡Qué duro! (¡Ja, ja, ja!) 
Indudablemente estamos inmersos en uno de los mejores sectores comerciales en que se puede estar. Somos la envidia de muchos otros vendedores de cualquier producto, porque el nuestro tiene alma, tiene vida propia, tiene muchos atributos e infinita literatura alrededor de él. Diría que hasta demasiada. Demasiado se versa y se filosofa, sobre lo que no deja de ser un producto agrario producido por la fermentación de un zumo de uvas. Y sin embargo… ¡Para cuánto da!
Nos vemos en un sector muy complejo, donde para llegar al consumidor final se pasa por tantas fases y tantos intermediarios, que resulta ser como aquel juego de contar cuentos en círculo, en voz baja y al oído: Te quedas perplejo al ver como se ha distorsionado el cuento cuando llega al final. En parte eso es el mundo del vino, con la complicación de que ese cuento aumenta o decrece de valor según quien lo cuente. Donde es difícil (a veces) comprobar la veracidad de la historia y donde además no todos los intermediarios hablan el mismo idioma. En cuanto a conocimiento e interés, me refiero. Con lo cual, el resultado final es desastroso en muchos casos.
La mayor verdad que defendemos los que hemos llegado a esto desde la pasión, el hobby y la casualidad a la misma vez, es que nos gusta hablar poco del producto, y preferimos que él mismo cuente su cuento. Nosotros lo único que queremos es encargarnos de seleccionar los que creemos mejores y ofrecer a nuestros “oyentes” los cuentos que más se adapten a su gastronomía, precio medio, momento de consumo y capacidad de venta de su establecimiento. Bajo esa premisa trabajamos con nuestro equipo, y no perdemos de vista que nacimos y crecemos con la misión de aportar formación y asesoramiento al sector hostelero en toda Canarias.
Desde Vinófilos, estamos muy contentos con el cambio que se ha producido en los últimos años en España, donde hemos pasado de un comercio monopolizado donde había unas pocas marcas que controlaban la carta de la mayoría de restaurantes, a una atomización de marcas que aportan un variado abanico de posibilidades, uvas, zonas, estilos, etc. Que hacen mucho más divertida (a veces arriesgada) la elección de una botella para acompañar nuestra comida.
Entre estas corrientes estamos encantados con los vinos naturales, los vinos de aldea, los vinos tintos de zonas frías, los tintos monovarietales de uvas minoritarias… etc. Con lo que no estamos tan contentos es con los vinos de etiqueta. No porque estén muy bien vestidos, con botellas de diseño y llamativas cajas. Me refiero a aquellos que apelan a nombres que nada tienen que ver ni con una parcela, ni con una tradición, ni con un elaborador. Vinos tras los que no hay personas, sólo estudios de marketing y diseño. Que a veces, creo, toman por tonto al consumidor pensando que lo único que le importa es lo graciosa y original que es la etiqueta, cuando la verdad es que, como nos ocurre con las personas que conocemos en el camino, eso sólo vale para la primera vez. Luego nos quedamos con lo que hay dentro.
España es el decimonoveno consumidor de vino en el mundo y el séptimo en Europa. Un dato nada alentador, para un país con la mayor extensión de viñedo a nivel mundial y el primer exportador del planeta (al precio más bajo). Necesitamos, por el bien de todo el sector, seguir aumentando el consumo con una oferta de calidad, variada y libre. Una oferta en la que el vino se venda fundamentalmente por su calidad. Y todo lo que venga añadido, bienvenido será.