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Vinófilos
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El vino no es un producto natural aunque provenga de la naturaleza. Es un producto artificial elaborado por el saber del ser humano que durante siglos ha ido aprendiendo a dominar, a controlar, los procesos bioquímicos del zumo de uva. Gracias a un conjunto muy grande de técnicas desarrolladas con base en la experiencia de cada añada.

 


En cualquier aprendizaje, el mejor recurso es la repetición, el ensayo/error. Si tienes a tu disposición las herramientas, los conocimientos y la materia con la que trabajar, solo depende de ti organizarte y realizar cuantos ensayos puedas. Pero no pasa lo mismo con el vino. Dispones de la materia prima, las uvas, que son el fruto de todo un año de trabajo en el campo cuidando las vides durante el ciclo vegetativo. Y son las que son. Las que puedes usar este año para elaborar un vino, el mejor que puedas. Si sale bien, fantástico. Si sale regular… Te va a costar beber/vender ese vino. Si sale mal, has echado por tierra doce meses de esfuerzos.

Pensar en esto debe permitirnos poner en valor cada sorbo de buen vino que estamos disfrutando. Porque esa copa es el resultado del trabajo de un montón de gente durante muchos meses. Es el producto de una serie de decisiones tomadas por el enólogo/a en bodega que está poniendo en riesgo la calidad final, de la que depende la rentabilidad del negocio. Porque una bodega (dejando a un lado las familiares sin intención comercial) es un negocio y tiene que generar beneficios. Esta puesta en valor, debe hacerte entender también que quizá tienes que cambiar el chip al respecto de la calidad/precio. Por supuesto que cada uno decide lo que quiere gastar. Pero tengamos más cuidado antes de sentenciar «este vino es caro». Ya hablaremos en profundidad sobre esto en próximos artículos.

El vino es una bebida alcohólica que se obtiene de la fermentación del zumo de las uvas. El primero de la historia seguramente se produjo como error, un mero accidente. Alguien debió dejar olvidadas en alguna vasija unos racimos que maduraron, las uvas reventaron y el jugo saliente comenzó un proceso inevitable iniciado por levaduras que se encuentran en nuestro ambiente.

Las levaduras son unos microorganismos con los que convivimos a diario. Se trata de hongos unicelulares que se encuentran en todas partes. En nuestro cuerpo, en nuestras casas, también en las calles y por supuesto en el campo. En el aire, o adheridas a las rocas, las plantas, la fruta… No solo en en el pasillo de las neveras del supermercado para hacer pan y bollería. Son seres vivos microscópicos que como cualesquiera otros tienen la misión principal de sobrevivir. Y para ello necesitan alimentarse. Su comida favorita es el azúcar. Las uvas son fundamentalmente agua y otras sustancias, entre las que se encuentran en buena cantidad la glucosa y la fructosa. Así que las levaduras que pueden encontrarse en el aire y fundamentalmente en la piel de la propia fruta, están esperando el momento de la salida del líquido dulce del interior de la uva para ponerse las botas en plan bufé libre.


Las levaduras del vino

En esa intención clara de supervivencia al comer, inician un proceso metabólico mediante el cual conseguir la energía necesaria para crecer y reproducirse antes de morir. La presencia de altas cantidades de comida produce una proliferación brutal de estas levaduras que comen como locas y se reproducen rápidamente. Esa «digestión» de tantísimos microorganismos tiene como resultado dos cosas importantes de entender en este momento: la generación de gas (dióxido de carbono) y alcohol etílico. También calor. Pero concentrémonos ahora en esa parte de la reacción bioquímica que produce alcohol. Una vez aparece ya tenemos vino. Como dijimos hace unas líneas: es el líquido resultante de la fermentación alcohólica del zumo de uva.

Había que ser muy valiente para atreverse a probar aquel «vino» primitivo, el primero de la historia. Pero está claro que alguien tuvo la curiosidad en algún momento dado de repetir aquello, de manera más práctica e higiénica. Y cuando descubrió los efectos de aquella bebida que la naturaleza «mágicamente» convertía en algo placentero, ya no hubo vuelta atrás. Tan marcada quedó la humanidad con aquel descubrimiento que ha llegado hasta nuestros días, más de 5000 años después.

Si no le damos muchas vueltas podemos entender que eso que le sucede al racimo de uvas olvidado, no es más que el proceso natural de putrefacción de cualquier fruta. Y así es. Tras la sobremaduración viene el momento de la degradación. Aquello como fruta no es comestible o al menos no es apetecible. Podemos concluir pues que lo que hace el ser humano en todo este proceso es dominarlo. Hacer uso de sus conocimientos basados en la experiencia para obtener cada vez el mejor vino posible.

Y estas técnicas han evolucionado de manera exponencial, especialmente en los últimos años de nuestra historia (al igual que vimos en el artículo anterior hablando de la cocina). Se trata del desarrollo de la ciencia de la enología, que ha conllevado formación y profesionalización, y que es llevada a cabo por los enólogos. Los arquitectos, los cocineros del vino.

Una profesión en la que la formación previa y el estudio es importantísimo. Porque enlazando burdamente una idea con otra,: así como la vida de la levadura (ese ser microscópico al que debemos el milagro del vino) es corta y limitada, la del enólogo en algunos aspectos también lo es. Pues se hace difícil alcanzar un nivel exponencial de especialización cuando a lo largo de toda tu vida profesional cuentas tan solo con unas 35, quizá con suerte 40 oportunidades de hacer vinos. Unas pocas decenas de vendimias que llevar a la bodega, y transformar la fruta en un producto que ofrece tanto placer y disfrute a los consumidores.


La cita vinófila de esta semana va en recuerdo del gran enólogo español Fernando Remírez de Ganuza, fallecido en marzo de 2024.