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Vinófilos
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Según el antropólogo canadiense Lionel Tiger, cualquier producto capaz de hacernos disfrutar lo hará desde cuatro vertientes o contextos diferentes: físico, psíquico, social e ideológico. El vino produce un placer hedonista que se puede identificar perfectamente en esos cuatro aspectos.


El físico porque segregamos dopaminas y endorfinas que nos desinhiben y generan euforia. También porque el tacto forma parte de las sensaciones del vino. El paso por boca aporta frescor, jugosidad, cremosidad, astringencia…

El psíquico porque a menudo su consumo está asociado a momentos importantes de nuestra vida (un brindis, una celebración) o porque a raíz de lo vivido y bebido, el hecho queda marcado en el recuerdo para siempre. También por ese subidón emocional que da el abrir una añada única, o una botella guardada durante años reservada para un momento especial.

El social porque siempre debemos asociarlo a momentos en compañía y porque esa desinhibición cambia actitudes y conversaciones (lo ideal es que lo haga siempre para bien) Podemos comentar la oferta de vinos, recordar momentos compartidos o simplemente usar su consumo como pretexto para encontrarnos y reencontrarnos con amigos y familiares.

Finalmente el placer ideológico, hace referencia por ejemplo al obtenido cuando consumimos vino de nuestra tierra y somos conscientes de estar colaborando con el sector primario a nivel socioeconómico, con el tejido empresarial y cultural que lo conforma, y al sostenimiento del paisaje rural. Por supuesto también, si consumimos vinos de perfil ecológico, en la defensa de esa sostenibilidad medioambiental.

La viticultura como parte del sector primario, sostenida por un amplio tejido social y económico.

Pero yo añadiría un 5º placer que desde mi punto de vista es la semilla que acaba germinando en los verdaderos amantes del vino a los que se les abre la puerta a un mundo infinito: el placer del conocimiento. Aquel que se obtiene cuando, bien orientados por especialistas, aprendemos los mecanismos básicos de la cata y usamos nuestros sentidos y la memoria para jugar a interpretar lo que tenemos en la copa.

En nuestro día a día, en cada ocasión que abramos una botella de vino para disfrutarla, podemos intentar ‘descifrar’ sus características básicas y hacerlo en compañía siempre será más divertido. Sin el más mínimo miedo a equivocarse. El fallo es el camino más rápido hacia el aprendizaje.

El ejercicio de la cata se compone de tres partes diferenciadas que siguen el siguiente orden: vista, nariz y boca.

Con la vista podemos analizar el color, que nos mostrará muchas características como la juventud o longevidad del vino. Su limpieza o su turbidez, su brillo y su intensidad nos hablarán de métodos de elaboración, posibles crianzas y hasta del tipo de uva que lo compone.

Con la nariz detectaremos posibles defectos básicos o problemas de conservación si los hubiera. Su estado evolutivo, su intensidad aromática, su complejidad… Ya basándonos en unos pocos aromas reconocidos, podríamos atrevernos de nuevo a adivinar la(s) variedad(es) de uva presentes en su elaboración (esto para catadores con algo de experiencia)

Ya con el vino en boca entra en juego el tacto, las reacciones de nuestra lengua, las glándulas salivares… Aquí podremos confirmar o descartar las pistas iniciales que el olfato nos propuso. Lo normal es pasar el sorbo de vino por toda la boca, no ingerirlo sin más, y observar lo que sentimos en este momento. Una vez tragamos, se producen varias reacciones al mismo tiempo que debemos ser capaces de analizar. La piel de nuestros cachetes, las encías, la lengua, están intensamente impregnadas de una película de vino que aún permanece.

Comenzamos a segregar saliva de una manera especial. La intensidad de esta acción (que puede llegar a estremecernos por un segundo) nos hablará del nivel de acidez, que está íntimamente relacionada con la variedad de uva, con el clima y hasta la zona del planeta de la que proviene.

Seguramente habrás escuchado alguna vez hablar sobre dos conceptos que los especialistas nombran mucho y puede que no conozcas: retronasal y retrogusto. Ambos términos hacen referencia al momento posterior a tragar el sorbo de vino. Lo que ocurre justo después, cuando volvemos a respirar y las moléculas aromáticas ascienden hasta las fosas nasales desde el interior de la boca. La retronasal es una manera diferente de oler, que no tiene que ver con la fase inicial en la que introducimos la nariz en la copa. Percibimos sensaciones olfativas de manera muy distinta, más cálida y más intensa en algunos aspectos.

Ocurre lo mismo con el retrogusto (también nombrado como «postgusto») que se compondrá de aquellas sensaciones de sabor que percibimos una vez el vino va camino del estómago. En realidad son dos sensaciones conjuntas, porque tienen mucho en común. El oxígeno, el aire respirado, tiene casi toda la culpa de lo que ocurre en esta fase en la que también los sabores se magnifican y son percibidos por nuestros sentidos de un mondo intenso.

En mi opinión (repito, es 100% cosecha propia aunque seguramente habrá quien coincida) las fases de la cata se podrían englobar en dos partes bien diferenciadas. Una sería la analítica y la otra la ‘disfrutona’. La primera (ver, oler, sorber) es más compleja, más confusa, más para profesionales con los sentidos muy bien trabajados (así como la memoria) Y la segunda (la retronasal y el retrogusto) al ser la que conlleva el uso de hasta tres sentidos al mismo tiempo, es la que provoca un mayor abanico de sensaciones placenteras.

En esta última es en la que los profesionales cierran su análisis, confirmando o descartando lo percibido al principio. Hablaremos más en profundidad de cada una de las fases de la cata más adelante.

Pero para finalizar te dejo una propuesta: ¿Quieres experimentar esa vivencia placentera en la que el retrogusto y los aromas retronasales convierten tu cerebro en una fiesta sensorial? Consigue un vino intenso y preferiblemente con crianza, incluso vinos envejecidos. Un blanco fermentado en barrica. Casi cualquier vino de Jerez, un buen fino, un palo cortado viejo, o un amontillado… Un tinto de buena crianza o incluso un reserva o gran reserva. Por supuesto, un buen vino dulce.

Prueba y disfruta con calma. Luego busca información en Google sobre ese vino y compara tus sensaciones con el modo en que otros lo han descrito antes.