Si el vino tuviera, como tantos productos del mercado alimentario, una contraetiqueta que entre otros datos especificara los ingredientes que contiene, debería decir algo así como: «100% zumo de uva fermentado». Sería lo lógico. ¿Pero esto será siempre así?

Hasta finales de 2023 la normativa obligaba a muy pocas cosas. Tenía que aparecer sí o sí en la etiqueta el volumen de alcohol indicado en porcentaje así como la expresión «Contiene sulfitos». Esta última anotación viene dada porque se trata de una advertencia ante posibles reacciones alérgicas por parte del consumidor. Debe aparecer obligatoriamente cuando el contenido de dióxido sulfuroso en la botella se encuentra en concentraciones superiores a los 10 mg/litro.
Pero lo cierto es que hoy por hoy lo vemos prácticamente siempre, incluso en vinos ‘naturales’ (ya hablaremos más adelante de este concepto) que se supone que tendrían una proporción muy baja (incluso ninguna) y siempre de sulfitos no añadidos. Se dice que tan solo un 1% de la población muestra sensibilidad a los sulfitos, pero ya se sabe que en esto de normativas de salud alimentaria toda prevención es poca.
El ‘sulfito’ (dióxido sulfuroso, etiquetado en muchos productos como E-220) es un componente químico usado como conservante no solo en el vino, sino en muchos otros productos. No es algo nuevo que la industria alimentaria haya incluido en nuestros organismos… Ya se usaba en la antigua Roma al comprobar que evita la oxidación prematura así como el sobrecrecimiento de bacterias.
Pero es que el azufre es un elemento de la naturaleza, un no metal abundante que podemos encontrar en cualquier parte. Más aún en nuestras islas de origen volcánico. Por lo tanto, aunque no se añada absolutamente nada de sulfito al vino en su elaboración, el azufre entrará en la bodega adherido a las pieles y los raspones de los racimos. Por no hablar de que el azufre es utilizado en el viñedo para evitar la aparición de hongos y otros problemas derivados. Es probable que si tienes un mínimo contacto con el mundo rural, hayas podido escuchar a un agricultor hablando de que tiene que «azufrar las parras».
En la propia fermentación se generará dióxido sulfuroso. La única diferencia estriba en que si no se ha añadido nada ‘extra’, la proporción será muy baja. Esto es comprobable analíticamente. De hecho, gracias a estos análisis se sabe que no es un mito: existen vinos naturales con 0% de dióxido sulfuroso. En Canarias, difícil, por lo anteriormente comentado. Buena parte del público se preocupa mucho de los sulfitos del vino en la actualidad y lo enlazan con una idea industrializada pero… ¿Qué hay más allá?
Llega la nueva normativa europea

El 8 de diciembre de 2023 entró en vigor una nueva normativa europea (Reglamento (UE) 2021/2117 de 1 de diciembre de 2021) que establece un nuevo panorama en este sentido. Se acabó el no especificar qué se ha añadido al vino para obtener el producto resultante, así como la información sobre el valor energético por cada 100ml.
El público general desconoce que el vino que lleva a sus casas puede contener más de 60 ingredientes añadidos, entre coadyuvantes (gelatinas, proteínas, bentonina…) aditivos (correctores, enzimas, aromatizantes químicos… sustancias como albúmina de huevo, caramelo, ácido tartárico…) y por supuesto sulfitos.
Cuando hablo de aromatizantes químicos hay que especificar que está prohibido añadir aromas al vino en su elaboración. Me refiero a aromatizantes tipo melocotón, manzana, piña tropical, plátano… En plan «polvos mágicos». Sólo se permiten ciertas sustancias como la madera (algunos elaboradores usan chips de madera para aportar sus aromas sin necesidad de realizar crianza en barricas o cualquier otro depósito fabricado con este material) los taninos y las resinas.
Pero esto tiene algo de «trampa», pues sí es posible conseguir que el vino huela más o menos a determinadas sustancias sin usar aromatizantes, utilizando levaduras químicas que se comercializan a estos efectos. Ya hablamos en otro artículo de cómo las levaduras juegan un papel fundamental en la elaboración del vino, pues son precisamente las responsables de transformar el azúcar del mosto en alcohol. Pero como digo, no es necesario contar exclusivamente con las levaduras que se encuentran en la naturaleza para conseguir el milagro enológico, también existen otras químicas que se pueden adquirir y añadir al mosto para en primer lugar acelerar el proceso de fermentación, potenciarlo, al tiempo que «condicionar» la aparición de determinados aromas que interesan para obtener un producto más comercial.

Tendremos que pararnos más a leer la letra pequeña, también en los vinos.
No hace falta ser un experto sumiller para hacer una comprobación muy sencilla: la próxima vez que pruebes por ejemplo algún vino blanco de carácter comercial (marcas conocidas, grandes productores) intenta reconocer algún aroma muy destacado en el olfato (plátano, piña tropical, melocotón…) y comprueba si al meterlo en boca ese aroma tan destacado aparece también en la fase retronasal. Si no aparece… Estás ante un vino que ha sido modificado en este aspecto. Aroma muy comercial, muy llamativo, pero luego una auténtica decepción en boca, donde el vino aparece mucho más aguado, insípido.
Este es tan solo un ejemplo de lo que la ingeniería enológica puede llegar a producir y ofrecer en el mercado con absoluta legalidad. Son todo productos que están permitidos no solo por el gobierno de nuestro país sino por la Unión Europea. Lo que faltaba era precisamente que esta información pudiera estar al alcance de los consumidores, así como lo hacen otros muchos sectores de la industria alimentaria, que están obligados a mostrar toda la información nutricional y energética. Ingredientes y sustancias añadidas.

Esta nueva normativa europea concede un margen de 2 años para que todos los productores de vino se adapten e incluyan esta información en su etiquetado. Eso sí… Hay cierta benevolencia hacia la industria vinícola en la aplicación de este reglamento. Pues la norma no les obliga a que todas las sustancias aparezcan impresas en la etiqueta. Con la excusa de evitar sobrecostes derivados de cambiar las etiquetas, hacerlas más grandes para que puedan incluir más texto, e incluso por motivos estéticos en el diseño, se les permitirá incluir un código QR que derive a una página web donde aparezca toda esta información. Si ya es difícil que un alto porcentaje de los consumidores se lean la letra pequeña de todo lo que compran, si encima tienen que escanear un código QR, el porcentaje de gente que lo leerá será todavía más pequeño. Una manera como otra cualquiera de seguir «escondiendo» esta información al público.
Te animo, eso sí, a que cuando comiencen a llegar a tus manos las nuevas etiquetas te pares a leerlas y escanees los códigos para saber más acerca de los vinos que consumes. Para tomar conciencia de qué estás bebiendo y tener la posibilidad de decidir. Al tiempo que valorar aquellos vinos que, incluso teniendo certificados ecológicos, no son productos tan naturales como pudieran parecer. El tema de los certificados es otro mundo aparte…
Hasta ahora teníamos que hacer en ocasiones un salto de fe, confiando en el discurso de los elaboradores, de sus bodegas, sus webs, sus entrevistas en las redes sociales… Pero gracias a esta nueva normativa podremos tener información objetiva y obligatoria. La próxima vez que tras tomar un par de copas de vino (con moderación) te encuentres mal, te duela la cabeza, te haga daño al estómago… Piensa que muy probablemente no se deba al hecho de tomar alcohol, ni a los sulfitos por ser una sustancia alergénica. Igual tienes que mirar más allá y pensar en cuántas otras sustancias se encuentran ocultas. Y procura probar vinos no tan artificiales, con menos sustancias añadidas. Seguro que te irá mejor.